María Cardona Mejía es una pieza esencial de la memoria de la Unión Patriótica. Heredó la bandera política de su hermano Luis Alberto, quien fue una de las 4.153 víctimas que dejó el genocidio de la UP entre 1984 y 2002.
María Cardona Mejía nació en Chinchiná (Caldas), y fue la menor de 12 hermanos. Su madre murió cuando ella era una bebé y por esto su padre, un campesino conservador y religioso acérrimo, asumió su crianza. El maltrato en casa era una constante. “Mi padre era un hombre muy violento con sus hijos. Yo ahora lo entiendo porque no le podíamos pedir más a un hombre que vivió La Guerra de los Mil Días, que vivió todo ese proceso de la guerra chulavita”, cuenta.
María quedó embarazada a los 14 años y su padre la echó de la casa, pues consideraba que el honor de la familia se había mancillado. Con unos pocos pesos que le había dado un vecino viajó en bus a Bogotá y, con la ayuda de su hermano Luis Alberto –a quien también habían expulsado de la casa tres años atrás–, ingresó a un refugio para madres solteras. Desde entonces los dos hermanos se volvieron inseparables.
Una semana después de que naciera su hija, María intentó volver a la casa de su padre, pero se encontró con la misma violencia, entonces regresó a Bogotá a vivir con su hermano. “Me acuerdo mucho de una frase que él me dijo: ‘Juntemos pobrezas y juntemos hambres’”. Luis Alberto se dedicó a cuidar carros en el Parque El Salitre y María a trabajar como enfermera. No pasó mucho tiempo para que María descubriera que su hermano era militante del Partido Comunista y empezó a acompañarlo a las reuniones. “Hablando en una noche muy, muy fría sentados en la Plaza de Bolívar, ¡con un hambre! porque el sueldo no alcanzaba para mucho, él me decía: ‘Más que defender una posición política o una reivindicación laboral, lo que hay que defender es la dignidad humana’”. Desde entonces las conversaciones sobre derechos humanos se volvieron constantes entre ellos.
Luis Alberto comenzó a recibir amenazas, se exilió en Moscú durante seis meses y a su regreso, ya como economista graduado, empezó a buscarse un espacio como político en Chinchiná, primero por el Partido Comunista y luego por la Unión Patriótica. Fue concejal de este municipio en dos ocasiones. María, por su parte, se fue a vivir a Bucaramanga persiguiendo el amor y, aunque ese sueño de construir familia se diluyó, se quedó en la capital santandereana. “Yo empecé a hacerme políticamente y como defensora de derechos humanos en Bucaramanga”, dice. Sin embargo, el contacto con su hermano era constante y se visitaban cada vez que podían.
María cuenta que hacia 1985, con el surgimiento de la Unión Patriótica como partido, “todos estábamos alborozados, todos creíamos que la revolución estaba a la vuelta de la esquina, todos creíamos que ese proceso de conversación con las FARC en La Uribe iba por fin a cumplir esa consigna que en el CPDH (Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos) habíamos dicho tanto: negociación política del conflicto armado. Estábamos felices, hacíamos esas banderas con esténcil, con plantillas”. Ese año María y Luis Alberto asistieron al primer Congreso de la Unión Patriótica en Bogotá.
Luego dice: “Con la UP nació un sueño, pero también empezó el dolor”. Los miembros de la Unión Patriótica empezaron a ser perseguidos y asesinados a lo largo y ancho del país. María iba de un sepelio a otro, de una marcha a otra, y las amenazas no tardaron en llegar a Bucaramanga: primero fueron las llamadas y los panfletos con amenazas; luego asesinaron a su pareja, y secuestraron y torturaron a su hija. “Tuve miedo, pero me acuerdo de Jaime Pardo que decía: ‘El miedo es un derecho que hay que sentirlo y que hay que saberlo manejar’”.
Luis Alberto, ya como candidato a la Cámara, invitó a María y a su hija a Chinchiná para celebrar sus 37 años y les envió los pasajes. Dos días antes de viajar María recibió una llamada: su hermano había sido asesinado. “Todas las muertes duelen, absolutamente todas las muertes dolían, pero esta a mí me marcó”. En lugar de celebrar un cumpleaños, María y su hija viajaron a Chinchiná para despedirse de Luis Alberto. Y, aunque muchos bajaron las banderas, para María la muerte de su hermano fue una motivación más para continuar su lucha.
A la izquierda, una fotografía de Luis Alberto y María en Bogotá, en uno de esos domingos cuando la vida les daba un respiro y eran felices juntos. A la derecha, la dedicatoria de su hermano escrita con su puño y letra en la primera hoja del libro más preciado de la biblioteca de María.
Aunque con el tiempo la UP empezó a desvanecerse, María se convirtió en secretaria ejecutiva del CPDH en Santander y desde allí lideró toda clase de procesos en pro de la protección de los derechos humanos y la construcción de memoria, y en contra de la impunidad.
Las amenazas nunca se detuvieron. Una noche ingresaron a su casa 30 hombres encapuchados, destruyeron todo lo que encontraron a su paso y la amedrentaron con pistolas en la cabeza. Todas las mañanas desde su apartamento oía los pasos de hombres encapuchados que pasaban trotando y cantando: “Vamos a matar comunistas, ¡sí señor!”. Su nombre aparecía en las listas de todos los panfletos que exigían que abandonaran la ciudad. La acorralaron varias motos en una esquina. Su vida se volcó a radicar denuncia tras denuncia, pero ninguna tuvo resultados concretos. “La Fiscalía decía: ‘Ay, pero tanta denuncia y no le ha pasado nada’”, cuenta. Con ayuda de cooperación internacional se exilió a Asturias (España) por seis meses, pero al regresar la situación no cambió. En una llamada le advirtieron que si no se iba la iban “a sacar picada en bolsas”. Su caso llegó al Comité Internacional de la Cruz Roja, que le informó que había serios indicios de que esas personas iban a pasar de la amenaza a la acción. “Ahí supe que yo quería morir de pulmonía, pero de plomonía no”.
En 2010 regresó a su tierra y se radicó en Manizales, donde siguió trabajando como defensora de derechos humanos. Nunca ha dejado de recibir amenazas. Hoy es la secretaria ejecutiva del CPDH (Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos), en la seccional Caldas. Desde allí, ejerce su activismo en contra de las violencias de género.
“Soy una mujer solitaria. Creo que una de las grandes cargas que nos dejó esta guerra y esta persecución contra los líderes y este genocidio contra la Unión Patriótica es que algunas mujeres estamos condenadas a la soledad –dice–. Pero sigo muy comprometida en mi lucha. A veces me dan ganas de descansar, pero los defensores de derechos humanos descansaremos cuando no seamos necesarios, cuando el país cambie y no nos necesite”.
Dice que sueña con un país en paz en el que “amar no nos cueste la vida”. Su mayor miedo como ciudadana: la repetición. Su mayor miedo como persona: morir sola.