Una sesión extraña
El primero en presentarse fue José Vitaliano Sandoval. Lo hizo por iniciativa propia. Cuando llegó estaba frotando los dedos de sus manos. Dijo su nombre y una pequeña anécdota sobre su niñez. Eso fue todo. Continuó Jimmy Plazas. Lo hizo rápido y mirando al piso. Le siguieron cuatro más: Ariel Novoa, Segundo Antonio Erira, Julio César Buitrago y Lucas Trujillo, el único indígena del grupo. Estaban sentados y formaban un círculo. Todos traían puestas chaquetas gruesas. A leguas se notaba que no estaban cómodos. La mayoría venía de otras ciudades.
Después de la presentación, una mujer mucho más joven que ellos les pidió que se hicieran masajes en la cabeza y en los hombros: “Por favor, para relajarnos, vamos a hacernos masajes. (…) Sientan la respiración, cómo el aire entra a su cuerpo por la nariz y llega a los pulmones. Cierren los ojos. Les pondré una esencia en las manos y quiero que cuando la reciban, se la froten, la acerquen a la nariz y sientan ese olor”. Todos obedecieron. “Quiero que sean conscientes de lo que están pensando y de lo que están sintiendo”, continuó ella. Ninguno sabía cuál era el objetivo de ese “ritual”. Lo único cierto era que días antes, sus jefes, en la Policía y en el Ejército, les habían propuesto pasar un fin de semana en la capital, para asistir a un taller dirigido por el Centro Nacional de Memoria Histórica. Pero, hasta ese momento, todo parecía una sesión de yoga.
Luego vino la primera pregunta: “¿Para qué recordar?”. No hubo respuestas sorprendentes. Recordar para contarles a los demás lo que nos pasó, recordar para que nuestros hijos aprendan de nuestros errores y no los repitan, recordar para sanar heridas. Hubo después otra pregunta, que no permitió el mismo consenso: “¿Se puede olvidar?”. No se puede. Se puede olvidar el dolor, pero no lo que ocurrió. Ojalá pudiéramos olvidar un dolor en particular.
Pero la discusión comenzó a despertar otros recuerdos. Uno de ellos dijo: “A veces yo tomaba la caja de Colgate, la desbarataba y en ella hacía un calendario para tachar los días que llevaba en la selva”. Otro dijo: “Pienso en una de las últimas caminatas, una que duró como 20 días, hasta que nos encontramos con el grupo de Íngrid Betancourt y los gringos” o “una vez, los guerrilleros le dieron un AK47 a un niño como de 13 años y se le salió un rafagazo por accidente. Solo le dio a los árboles”.
Pero, casi al mediodía de esa primera sesión del taller, José Vitaliano, mirando fijo a una de las talleristas, lanzó una frase helada: “Un amigo mío de cautiverio se suicidó”. Nadie habló después. Solo se miraron. Tal vez, fue justo en ese momento, que todos reconocieron que estaban allí por una experiencia que les partió la vida en dos: el secuestro.
El siguiente es un especial periodístico del Centro Nacional de Memoria Histórica que recoge, por medio de textos, audios, videos e ilustraciones, las memorias de un grupo de soldados y policías que sobrevivieron al cautiverio a manos de la guerrilla, en las selvas de Colombia.