La búsqueda de la verdad:
seis relatos



Entrega de 9 restos osea en fosa común. Inhumación en El Salado. Julio de 2015. Fotografía por César Romero

La familia Medina Charry: 26 años en la búsqueda de justicia por la desaparición del estudiante Tarcisio Medina Charry a manos de agentes de la Policía, en 1988.

1988 fue el año con más desapariciones forzadas en Colombia: 307, según cifras oficiales, y 380 de acuerdo a las organizaciones de familiares. El Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre este tema determinó en 1989 que de las desapariciones forzadas de las que tenía conocimiento 385 eran presunta responsadilidad del Ejército, 29 del B2, 104 de la Policía, 51 del F2, 35 de otros organismos de seguridad, 16 del DAS y 125 de grupos paramilitares.

El estudiante de la Universidad Surcolombiana, Tarcisio Medina Charry, fue detenido por la Policía, ante testigos, en Neiva, el 19 de febrero de 1988 y luego desaparecido por llevar en su mochila el periódico Voz Proletaria del Partido Comunista. En el país imperaba el Estado de Sitio y estaba en pleno desarrollo la campaña de exterminio de la Unión Patriótica. La Policía negó el hecho y, pese a que se abrió un proceso penal, 26 años después la familia, que vivía en el campo, sigue sin esclarecerlo y continúa buscando su cuerpo.

El informe describe la saga que ha vivido desde entonces esta familia campesina. Como el delito de desaparición forzada no estaba tipificado en ese momento en Colombia, ante las denuncias del padre se abrió investigación por secuestro. Un juez dictaminó que había sido retenido por la Policía y pasó la investigación a la justicia penal militar, sin que la familia se enterara. Un juzgado de orden público ordenó la captura de tres uniformados. La familia tampoco se enteró entonces. Las primeras comunicaciones oficiales solo datan de 1994. Las autoridades dijeron a los padres que su hijo debía estar en la guerrilla, porque era de la Juventud Comunista. La familia y su abogado enfrentaron allanamientos y amenazas y vio su economía afectada por los costos y el tiempo que demandaba la búsqueda. En 1995, el Tribunal Administrativo del Huila reconoció la desaparición a manos de la Policía, aunque no reconoció daños materiales.

El caso llegó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que encontró al Estado colombiano responsable en 1998, la cual recomendó al Estado tipificar el delito de desaparición forzada, lo que ocurrió dos años después, aunque esto no se reflejó en el caso. Ese año, un juez notificó a la familia que un teniente de la Policía había sido condenado a 45 meses de prisión y a pagar a la familia una gruesa suma por el secuestro de su hijo. Esto produjo rabia, frustración y dolor en padres y hermanos de Tarcisio, que consideraron ridícula la sentencia. La publicación del fallo generó la percepción de que el caso estaba resuelto, pero el teniente estaba prófugo, la familia no recibió ningún dinero, el paradero de su hijo seguía siendo un misterio y la Policía no asumió ninguna responsabilidad.

Las ejecuciones arbitrarias de los académicos y sindicalistas Lisandro Vargas, en 2001, y Alfredo Correa de Andréis, en 2004.

Ambos profesores fueron asesinados por grupos paramilitares en connivencia con el DAS. Sus casos clasifican como ejecuciones extrajudiciales y fueron parte de la violencia sufrida por la Universidad del Atlántico, reconocida por la Corte Suprema de Justicia en 2012, en la que más de 40 personas fueron asesinadas por los paramilitares y más de 60, amenazadas. Según la Escuela Nacional Sindical, de los 1.147 asesinatos de sindicalistas que se cometieron en el mundo entre 1999 y 2005, 816 ocurrieron en Colombia, 461 contra miembros del sector educativo. El Caribe fue de los más victimizados: 12 sindicalistas del sector docente murieron entre 2001 y 2004, según cifras de la Policía. La violencia se descargó también contra líderes sociales, estudiantes y defensores de derechos humanos.

Las denuncias de corrupción en la universidad por parte del profesor y sindicalista Lisandro Vargas lo llevaron a sufrir allanamientos y estigmatización, hasta su asesinato, el 23 de febrero de 2001, en Barranquilla, y el de su hermano Miguel Ángel, 82 días después, en Valledupar. Varios familiares tenían relación con la universidad, conocían la tensión que allí se vivía y tenían miedo a denunciar, aunque uno de ellos lo hizo. La justicia tomó solo dos declaraciones de familiares y esta no tuvo otra participación en el proceso. La documentación del caso concluyó apenas en 2014 y la familia no tenía conocimiento de la investigación, aunque una abogada de ASPU, el sindicato de profesores universitarios al que pertenecía Lisandro, hacía seguimiento.

En su búsqueda de la verdad, por esclarecer y sancionar a los responsables y limpiar el nombre de su padre, presionando e insistiendo ante la Fiscalía, los familiares optaron por vías alternativas al proceso judicial. Lograron obtener información en una de las versiones libres del proceso de Justicia y Paz, aunque este tampoco cumplió con sus expectativas.

Pese a su reconocimiento como investigador y a su actividad a favor de causas comunitarias y sociales, el profesor Alfredo Correa de Andréis fue detenido por el DAS el 18 de junio de 2004, acusado de ser ideólogo de las FARC, y trasladado a Cartagena. Desde su reclusión, escribió dos cartas al presidente Álvaro Uribe. Un mes más tarde, fue liberado, aunque la investigación siguió. El 17 de septiembre, él y su escolta fueron asesinados en Barranquilla, en otro caso de violencia contra la comunidad académica del Caribe. Esto generó movilizaciones y protestas y fue ampliamente cubierto por los medios, en una muestra de solidaridad que ha sido un factor favorable para avanzar en el esclarecimiento de lo ocurrido. El impacto para la familia fue, obviamente, abrumador: “nos mataron a nosotros como familia”, dice Magda, su hermana, que lideró la búsqueda de satisfacción y verdad. Y los proyectos que Alfredo adelantaba quedaron estancados.

Magda definió lo ocurrido como un crimen de Estado y decidió buscar por todos los medios que se hiciera justicia. Asistió a la sesión de la Corte Suprema de Justicia contra Jorge Noguera por el crimen, en 2010; le dejaron indignación las sesiones de versión libre de ‘Don Antonio’, paramilitar también responsable del asesinato. La investigación avanzaba, tanto en Justicia y Paz como en el sistema ordinario, vinculando a miembros del DAS y a paramilitares y llevó en 2007 a una resolución de acusación contra algunos de ellos, encabezados por ‘Jorge 40’ y ‘Don Antonio’. En 2008, el proceso fue enviado a Bogotá, pese a la oposición de la familia y su abogado. Ese año se abrió la investigación contra Noguera.

En total, se han emitido cuatro sentencias, estableciendo la responsabilidad de tres paramilitares, condenados a penas que van de 26 a 42 años, y un agente estatal, Noguera, al que se le impusieron 25 años de prisión. Como dice el informe, “la condena de solo cuatro personas, tres de las cuales podrían disfrutar de la pena alternativa de 8 años de la justicia transicional por un homicidio que implicó la alianza entre instituciones de seguridad, fuerza pública y paramilitares, no da cuenta de la complejidad del crimen y de quiénes se beneficiaron con esos hechos. Para Magda y la familia Correa de Andréis, esta condena no es equiparable al daño sufrido, pero sienten que ha sido un logro, en especial por las condiciones y lógicas con las que sistema judicial opera en el país”.

La tortura del estudiante de la Universidad del Atlántico Henry Molina, en 2005.

El caso de Henry Molina encarna también la violencia e intimidación que asolaron a la comunidad académica del Caribe y, en especial, la de Barranquilla, y es parte de una ofensiva militar y judicial contra civiles considerados ‘auxiliadores’ de la guerrilla.

Después de pasar por la JUCO y estudiando derecho en la Universidad del Atlántico, Henry Molina, participó en la creación de la Federación de Estudiantes Universitarios en 2005. El 18 de octubre fue retenido una noche y llevado a la SIJIN, donde fue torturado física y sicológicamente, señalándolo como guerrillero, y pidiéndole denunciar a otros y firmar que él mismo lo era, cosa que se negó a hacer hasta que lo liberaron.

A partir de ahí, Henry relata que quedó en la peor situación: para las autoridades era un guerrillero, y para sus compañeros de la universidad su liberación lucía ‘sospechosa’. En Medicina Legal, adonde acudió para mostrar lo que le habían hecho, le dijeron que algo malo había tenido que hacer para que la Policía lo tratara así. Tuvo que salir de Barranquilla por seis meses, dejando la carrera y la familia. Henry denunció lo ocurrido, con la expectativa de limpiar públicamente su nombre. Su contacto con las autoridades judiciales y Medicina Legal lo hizo sentirse aún más desprotegido. Los abogados que le ayudaban fueron amenazados. En 2014 se enteró de que su denuncia no había sido registrada por la Fiscalía.

Al regresar a la universidad, logró reconstruir su liderazgo y reconocimiento y llegar a ser representante al Consejo Superior. Luego de ver obstaculizado su acceso a la justicia, estos espacios le permitieron reivindicar su nombre, no la justicia. En todo el proceso sufrió amenazas, la Fiscalía le abrió una investigación por rebelión y terrorismo y su casa fue allanada. Acudió a los medios de comunicación, se entregó y fue rápidamente liberado, pero la investigación, iniciada en 2007, sigue abierta. Henry siente que fue no solo victimizado por la tortura sino por el sistema judicial y perdió la convicción de que se podía hacer justicia, aunque mantiene su activismo político.

La masacre de los 12 jóvenes de Punta del Este, en Buenaventura, en 2005.

En un contexto en el que la población civil de Buenaventura se convirtió en blanco de la violencia de grupos armados y de surgimiento de nuevos grupos tras la desmovilización, en 2004, del Bloque Calima, el 19 de abril de 2005, 12 jóvenes del barrio Punta del Este fueron asesinados, en un hecho que conmocionó a una ciudad en la que, en ese año, se habían cometido 324 homicidios, según Medicina Legal, y esta estaba dividida por ‘fronteras invisibles’ entre los grupos que se disputaban el control del territorio. La masacre tuvo un gran impacto colectivo sobre la población marginada e invisibilizada del barrio Punta del Este, uno de esos barrios arrancados con relleno al mar, en décadas de esfuerzo comunitario.

Invitados a jugar un partido de fútbol a otro barrio para el que habría un premio de 200.000 pesos si ganaban, 11 jóvenes fueron desviados de su ruta, amarrados con los cordones de sus tenis, asesinados y arrojados al agua. Las familias acudieron a la Policía para encontrarlos y se indignaron cuando les dijeron que debían esperar 24 horas. Hicieron la denuncia ante el Gaula –que criticó la falta de rapidez con la que habían acudido– y la búsqueda continuó hasta que, pasados unos días, los cuerpos fueron encontrados flotando en el estero, donde se recuperó, además, un doceavo cuerpo de una persona asesinada días antes. Las familias tuvieron que pasar por la penosa tarea de reconocer uno a uno a sus hijos, tendidos en el suelo de una morgue. Dado el avanzado estado de descomposición, habían perdido el pelo o los dientes, lo que les hizo sospechar que habían sido torturados. Los informes forenses, que prueban que no fue así, nunca fueron comunicados a las familias. Tuvieron que enterrarlos en ataúdes sellados, sin poder envolverlos en sábanas, como es la costumbre. El barrio quedó sumido en el dolor y la desesperanza. El daño fue individual, familiar y colectivo.

Las familias han buscado resarcir el buen nombre de los jóvenes y esclarecer lo ocurrido y sus responsables, para demostrar que no murieron por estar involucrados en algo ilegal; volver a gozar de la tranquilidad con la que se vivía en el barrio, y recuperar las mejores condiciones de vida que representaban los jóvenes, que aportaban ingresos esenciales al hogar. Están en curso procesos administrativos y penales, que las familias no distinguen bien, y han sido trasladados a otras jurisdicciones, lo que les implica costos económicos. En el proceso penal, los jóvenes han sido señalados de tener vínculos con las Farc, información que reprodujeron los medios de comunicación. Además del miedo que imperaba en el barrio, la pobreza, marginación y carencia de educación de las familias, fueron ignoradas por la justicia, a las que poco se les informaba sobre el curso del proceso y no se las involucró como parte activa. Las familias han seguido conmemorando la masacre cada año, entre ellas la Danza de los Matachines, que se celebra en Semana Santa y la cual muchos de los jóvenes asesinados participaban.

La violencia sexual contra dos adolescentes y su madre, en La Dorada, Putumayo, en 2009.

El relato de la violencia que sufrieron dos adolescentes a manos de los paramilitares, que se las llevaron una noche y las abusaron sexualmente y las liberaron en la madrugada, en un marco de violencia generalizada en el Putumayo, muestra las barreras infranqueables en sus intentos de relacionarse con el sistema judicial, por la actitud de funcionarios y procedimientos lentos e impersonales “que hacen inocua la legislación aprobada para la superación de la discriminación, la promoción de la igualdad y la dignidad de las mujeres”, como dice el informe.

La violencia que se vivía en el departamento permeó sus vidas y las afectó repetidamente. Con la llegada de los paramilitares, fueron desplazadas y perdieron sus bienes; uno de sus hermanos y el padre fueron secuestrado por ellos. En las escuelas, vivían preparadas por si había combates. Sufrieron en su finca las fumigaciones que se hacían contra los cultivos de coca. El padre y los hermanos, además, ejercían violencia contra su mujer y sus hijas. Esa combinación de conflicto armado que lo permeaba todo y de violencia masculina dentro de la familia les dieron a las jóvenes y su madre una sensación de vulnerabilidad y desprotección.

Luego de sufrir la agresión sexual, cuando su madre estaba fuera del pueblo, le contaron a su madrina, pero no quisieron denunciar por temor al estigma social que caería sobre ellas. Dormían en casas distintas, temerosas de los hombres uniformados que seguían buscándolas en las noches. La madre habló con la inspectora de Policía en busca orientación, pero esta le dijo que guardara silencio, por lo difícil de la situación. Con el apoyo de Minga y Amnistía Internacional, se trasladaron a Bogotá, donde recibieron por primera vez atención médica, aunque rechazaron el apoyo sicológico.

Al volver a La Dorada, la madre sufría por el cambio de sus hijas, aisladas y llenas de rabia. El miedo seguía imperando en la finca donde vivían y decidieron desplazarse de nuevo a Bogotá, en 2010. En los espacios de ayuda y protección que les brindaron de redes de apoyo, las jóvenes empezaron a participar en actividades, aunque mantenían el silencio sobre lo que les había ocurrido. Hoy, reconocen que estas actividades jugaron un papel determinante para sacarlas del estado de tristeza y aislamiento en el que estaban. Esas redes se convirtieron en un primer paso para exigir la satisfacción del derecho de justicia. La madre, que había cobrado confianza en una de las abogadas de Minga, le contó lo ocurrido y la organización asumió la representación jurídica del caso. Pese a intentos de acercamiento con las jóvenes, la lucha por la subsistencia en condiciones de desplazamiento hacía que no vieran la denuncia como una prioridad. La madre empezó a trabajar en casa de la abogada y, poco a poco, las jóvenes ganaron la confianza para contar lo ocurrido y denunciarlo. A lo largo de tres meses, fueron abriéndose a la abogada, que, con su autorización, hizo un diario de lo ocurrido. Y, a fines de 2011, se decidieron y se puso una denuncia por desplazamiento forzado y violencia sexual.

La denuncia fue sometida a reparto y se extravió por un tiempo, lo que generó una gran desilusión en las jóvenes que, además del esfuerzo sicológico que les costó, tenían miedo de ser identificadas por sus victimarios. Las investigaciones por los dos delitos terminaron en despachos distintos. Solo en enero de 2012 lograron hablar con la fiscal en Puerto Asís a cargo del caso, que se negó a priorizar el caso por el cúmulo de investigaciones que tenía a su cargo. Justo por esa época la Fiscalía diseñaba una estrategia de tratamiento digno a mujeres víctimas de violencia sexual, la cual, por lo visto, no se aplicaba. Las jóvenes fueron citadas a declarar y, pese a que pidieron que las atendiera una mujer, pero lo hizo un hombre, en condiciones de escasa privacidad, y solo sobre el delito de desplazamiento. De ese primer contacto las jóvenes salieron frustradas.

Aunque fueron reconocidas como víctimas de desplazamiento y violencia sexual en el marco de la ley de víctimas en marzo de 2013, en mayo se enteraron, en respuesta a una petición que habían enviado a la Fiscalía de Puerto Asís, que el caso se había tramitado solo por desplazamiento y había sido archivado. Las jóvenes lo interpretaron, como dice el informe, “como si el delito de violencia contra la mujer fuera un delito de ‘segunda categoría’”. El crimen padecido por las jóvenes sigue hoy en la impunidad. Ante la falta de acción de la justicia, las jóvenes empezaron a participar en otros espacios, como reuniones y plantones de organizaciones defensoras de los derechos de las mujeres. “Las mujeres adolescentes que hacía unos años guardaban silencio para protegerse del rumor y la vergüenza que en el marco de una cultura patriarcal se instala en la víctima y no en el victimario, con coraje hoy se muestran dispuestas a defender sus derechos”, concluye el informe.

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