Esta exposición recoge 12 casos emblemáticos que reconstruyó el Grupo de Memoria Histórica. Casos que narran masacres, desplazamiento forzado, resistencia, disputa por la tierra y dominios territoriales de actores armados. Todos ellos muestran, no sólo las distintas verdades y memorias de la violencia con un enfoque diferenciado y una opción preferencial por las voces de las víctimas, sino también, la resistencia de personas y comunidades enteras contra la arbitrariedad de la guerra.
Imagen de Jesús Abad Colorado >
El municipio de Trujillo (Valle del Cauca) ha sido escenario de una violencia múltiple y continuada. Entre 1988 y 1994 se registraron, según los familiares y organizaciones humanitarias, 342 víctimas de homicidio, tortura y desaparición forzada. Actores de todo tipo confluyeron para representar un espectáculo de horror que aún hoy sacude la conciencia de sus pobladores, en medio de la más aberrante impunidad.
Una de las más importantes iniciativas de memoria está instalada en Trujillo. Desde 1996 está el Parque Monumento a las Víctimas de los Hechos Violentos de Trujillo. 235 osarios conmemoran la vida de campesinos, motoristas, carpinteros, jóvenes, ancianos víctimas de desaparición y la del Padre Tiberio Fernández Mafla. Cada osario fue elaborado por sus familiares.
El Salado fue estigmatizado como pueblo guerrillero en medio de la polarización política por el proceso de paz entre el gobierno Pastrana y las FARC. La masacre de El Salado fue perpetrada entre el 16 y el 21 de febrero del 2000 por 450 paramilitares, que apoyados por helicópteros, dieron muerte a 60 personas en estado de indefensión. Tras la masacre se produjo el éxodo de toda la población, convirtiendo a El Salado en un pueblo fantasma. Hasta el día de hoy sólo han retornado 730 de las 7.000 personas que lo habitaban. Este suceso hace parte de la más sangrienta escalada de eventos de violencia masiva ocurridos en Colombia entre 1999 y el 2001. En ese período en la región de los Montes de María, donde está ubicado El Salado, la violencia se materializó en 42 masacres que dejaron 354 víctimas fatales. La imposición de la memoria del victimario, es vivida por las víctimas como una prolongación de la masacre.
El 2 de mayo de 2002, 79 personas murieron (entre ellos 48 menores) luego de que guerrilleros del Bloque Jose María Córdoba de las FARC, lanzaran un cilindro bomba contra la iglesia de Bellavista (casco urbano del municipio de Bojayá) durante un enfrentamiento con paramilitares de las AUC. Este crimen de guerra evidenció la violación de todas las normas del Derecho Internacional Humanitario por parte de los grupos armados, así como las fallas del Estado colombiano en su obligación de velar por la integridad de esta comunidad.
Los sucesos que configuraron lo que se conoce como ‘La masacre de Bojayá’, representan un hito y un punto culmen de la degradación del conflicto armado que aún padecen las comunidades negras e indígenas de la región del Atrato y del departamento del Chocó.
El 18 de enero de 1989, cerca al corregimiento de La Rochela, en el municipio de Simacota, Santander, fue perpetrada, por un grupo paramilitar en alianza con narcotraficantes y algunos miembros del Ejército, una masacre en la que murieron 12 de un total de 15 funcionarios judiciales que investigaban varios delitos en la zona. El crimen se enmarca dentro de un contexto de violencia contra funcionarios judiciales.
Entre 1979 y 1991, un promedio anual de 25 jueces y abogados fueron asesinados o sufrieron algún tipo de atentado. La masacre de la Rochela, como caso emblemático, ilustra las múltiples formas de victimización de los operadores judiciales en Colombia.
El 18 de abril de 2004, aproximadamente 40 paramilitares entraron a Bahía Portete, en La Alta Guajira, y con lista en mano torturaron y asesinaron a por lo menos 6 personas, cuatro de ellas mujeres. Profanaron el cementerio, saquearon y quemaron varias casas generando así el más grande de los desplazamientos forzados de la población Wayuu a Maracaibo, Venezuela. Este caso ilustra un patrón de violencia y tortura sexual contra las mujeres como mecanismo para arrasar y doblegar a miembros de un grupo étnico.
A través del estudio de la región Costa Caribe, se constata que la tierra continúa estando en el corazón del conflicto armado interno y de las violencias que azotan los campos colombianos. Las disputas por la tierra se han analizado desde el abandono y despojo de territorios en el marco del conflicto armado, de los históricos procesos organizativos del campesinado y la memoria institucional de políticas agrarias en la región, con particular énfasis en el papel de las mujeres como víctimas y a la vez líderes.
Entre 1997 y 2005, en el contexto de una estrategia de conquista y gobierno de las AUC en el Caribe colombiano, los paramilitares establecieron un dominio despótico a través de distintas formas de violencia sustentadas en representaciones autoritarias de los femenino y lo masculino. Estas representaciones cumplieron un papel constitutivo en sus estrategias de conquista y en las prácticas que ellos usaron para moldear un orden social. Este caso reconstruyó las formas de regulación de la vida cotidiana por parte de las AUC en Golfo de Morrosquillo; y la violación sexual perpetrada por distintos actores armados, sobretodo paramilitares, contra las mujeres en el Magdalena.
San Carlos es un municipio del oriente antioqueño, ubicado en la zona de embalses, generadora del 33% de energía eléctrica del país. La presencia de éste complejo hidroeléctrico, junto a la autopista Medellín-Bogotá y al aeropuerto José María Córdoba, hicieron de ésta una zona estratégica para diferentes actores armados. Dos frentes guerrilleros, tres bloques paramilitares, policía y ejército, se han disputado el dominio del municipio en las últimas décadas. Repertorios de violencia como asesinatos selectivos, amenazas, masacres, desapariciones forzadas, voladura de torres energéticas, extorsiones, minas antipersona, secuestros, se han articulado produciendo en San Carlos lo que la población denomina El éxodo, refiriéndose al desplazamiento forzado que generó de 1985 a 2006 que el municipio pasara de tener aproximadamente 26.000 habitantes a 11.000. Pero este caso también es emblemático por los procesos de resistencia y organización social, emprendidos por sus habitantes. Por esta tarea, en 2011 el municipio fue reconocido con el Premio Nacional de Paz.
Entre los años 2001 y 2003, la Comuna 13 se convirtió en escenario de guerra que tuvo como protagonistas a guerrillas, paramilitares y Fuerza Pública. Esto tuvo profundas implicaciones para la sociedad civil, entre ellas, el desplazamiento forzado intraurbano con el objetivo de desalojar a poblaciones localizadas en territorios estratégicos dentro de la ciudad y para desterrar a quien se consideraba enemigo y así facilitar el control de la población y el territorio. La Comuna 13 muestra la faceta urbana del conflicto armado.
El proceso de resistencia civil contra la violencia de la ATCC desde 1987 ha sido un caso pionero en el ámbito de la organización campesina. Realizaron diálogos con la guerrilla, los paramilitares y el Ejército fijando su posición de neutralidad en el conflicto, de no colaboración con los grupos armados y de denuncia y desmovilización en eventos que fueran afectados por sus acciones violentas. A su vez la organización inició la tarea de promover el desarrollo regional, el cooperativismo y la atención del Estado.
En los municipios de Segovia y Remedios, Antioquia, durante el periodo 1982-1997, se presentó una violencia política recurrente contra la población civil, dirigida especialmente hacia las disidencias políticas: el movimiento social (asociaciones comunitarias, sindicatos, juntas cívicas, comité de derechos humanos), A luchar y la Unión Patriótica.
Estos hechos fueron cometidos por redes criminales articuladas por miembros activos del Ejército y Policía asociados con civiles y grupos paramilitares. Sus principales hitos fueron cuatro masacres que dejaron al menos 87 víctimas mortales: Remedios del 4 al 12 de agosto de 1983; Segovia el 11 de noviembre de 1988; Segovia, 22 de abril de 1996; y Remedios, 2 de agosto de 1997. Como resultado de la violación de derechos humanos fundamentales a la vida y la integridad personal se restringieron en la región tanto el ejercicio pleno de la ciudadanía y los procesos democráticos como el disenso político en medio de la guerra.
La memoria histórica de la Inspección de El Tigre y El Placer está marcada e hilada por la economía del narcotráfico. A este territorio, construido por colonos desde la década de los sesentas, llegó la bonanza de la coca y los habitantes vieron irrumpir e instalarse de manera sucesiva a las mafias del narcotráfico, al Frente 48 de las FARC y al Bloque Sur Putumayo de las AUC. Cada uno de ellos impuso distintas reglas de juego tanto en la economía de la coca como en la vida cotidiana de los habitantes. Las distintas ‘leyes’, como resumen los pobladores la presencia de los actores armados, fueron arbitrarios, establecieron castigos diferenciados para hombres y mujeres y ocasionaron el desplazamiento de gran parte de la población. En ambos hubo masacres pero éstas no fueron el mayor impacto en la población sino la permanencia violenta de los paramilitares durante el periodo de 1999 – 2006.
Nació en Medellín en 1967. Es comunicador Social y periodista de la Universidad de Antioquia. Como fotógrafo documental ha registrado las diversas caras del conflicto armado en Colombia. Su archivo, logrado durante dos décadas, muestra el desplazamiento forzado, el sufrimiento de las comunidades afectadas y sus actos de resistencia, así como las heridas dejadas por la guerra en la naturaleza y hasta en los tableros de las escuelas. Su trabajo es un completo relato de historias y testimonio del desastre, pero también de la resiliencia y de la fortaleza de las personas que lo han vivido. Aspira recuperar la memoria del pasado, porque para él, crear memoria histórica es un imperativo ético para enfrentar los retos del presente y construir un futuro digno. Desde el año 2008, hace parte del grupo de investigadores del GMH.