El liderazgo en Bojayá es de todos, es colectivo. Por eso el gran adalid de este municipio, uno de los más afectados por la guerra en Colombia, es un grupo de 20 personas con trayectorias distintas pero con un mismo sentir: sanar las heridas y ser un ejemplo de perseverancia y paz.
En Bojayá, dicen sus habitantes, todos son familia por algún lado: desde Bellavista, la cabecera municipal, que queda sobre el río Atrato, hasta los pueblos, a más de tres horas de allí, que viven en las cuencas del río Bojayá o del río Cuia. Todo es de todos, todo es colectivo. Comparten, como ellos afirman, el mismo árbol de la vida, las mismas preocupaciones y tradiciones, la crianza de los niños y la esperanza de su futuro.
Esta familia vive fragmentada como consecuencia del conflicto armado. Durante la arremetida paramilitar en esta zona del Chocó, que empezó en 1997, muchas personas salieron desplazadas hacia los pueblos ubicados al otro lado del Atrato, donde ya es Antioquia, o hacia Quibdó. Cada quien buscó refugio en medio de un conflicto que convirtió su hogar en un lugar del horror y a su río, en un cementerio por el que bajaban cuerpos desmembrados.
Lo peor de la guerra llegó a esta familia el 2 de mayo de 2002. Los paramilitares y la guerrilla de las FARC se habían enfrentado durante tres días y ese jueves provocaron uno de los episodios más dolorosos del conflicto en Colombia: la masacre de Bojayá. Más de 80 personas murieron, la mitad de ellos niños y niñas, luego de que una pipeta cayera en la iglesia del pueblo, donde todos pretendían protegerse de las balas.
El conflicto destruyó la iglesia de San Pablo Apóstol y los sueños de muchas personas de vivir y morir en Bellavista, pero esto no afectó el sentido de familia, como asegura Máxima Asprilla, miembro del Comité: “Los bojayaseños en cualquier parte del Atrato se sienten bien, se sienten en familia”. En las fiestas o conmemoraciones importantes, quienes bajan al pueblo desde Quibdó empiezan a sentirse en casa desde cuando embarcan la panga que, por tres horas, sobre el río, es testigo de anécdotas, risas, comida compartida en recipientes de icopor, y hasta paradas inesperadas a comprar guaguas (La guagua es un roedor que habita los bosques del Chocó.) o pescado para cocinar esa noche en el pueblo.
Al llegar al puerto, los más jóvenes ayudan a las señoras a cargar sus bolsas y maletas hacia la parte alta del nuevo pueblo, construido por el Gobierno lejos del río, tras la masacre y las inundaciones que le siguieron a la tragedia. A pesar del desplazamiento, todos tienen casa en Bellavista, e incluso en Pogue, en Cuia o Piedra Canela. No es de extrañar que cada comunidad negra, que habita esta maraña de ríos, haya llorado a los muertos de la masacre. Todos son familia.
Desde cuando empezaron a sentirse los efectos de la guerra, los bojayaseños se organizaron en todo tipo de colectividades para resistir y acompañarse por si llegaba el dolor o aparecían las necesidades. Por ejemplo las mujeres se unieron en el grupo Guayacán (El nombre del grupo de mujeres se inspiró en un árbol de la región, el Guayacán, uno de los árboles madereros más usados por la comunidad.), que acompañan las Hermanas Agustinas Misioneras, y por medio de tejidos y artesanías comparten sus duelos y se acompañan para recuperar la alegría.
Los jóvenes crearon la Asociación de Jóvenes Unidos por Amor al Pueblo, con apoyo de la Diócesis de Quibdó. También están la Asociación Dos de Mayo en Quibdó y el Comité Dos de Mayo en Bojayá. Y, por supuesto, el apoyo y presencia constante de la autoridad étnica de Bojayá: el Consejo Comunitario Mayor de la Asociación Campesina Integral del Atrato.
La masacre de Bojayá fue, para muchos, la muestra irrefutable de la crudeza del conflicto armado; puso a esta comunidad en los ojos del mundo y le generó unas responsabilidades. Quizás una de las más importantes fue la invitación que el Gobierno y las FARC le hicieron en 2014 para participar en las negociaciones de paz en La Habana (Cuba).
Seis personas viajaron a Cuba en nombre de toda la familia y se encontraron frente a frente con sus victimarios, y con el Estado que les había dado la espalda, para exigir que se remediaran los daños que todavía estaban en deuda: el reconocimiento y la atención a los lesionados, y la identificación de todos los cadáveres para darles un entierro digno y con todas las características rituales que, por causa de los combates de 2002, no pudieron hacerse.
Además, tuvieron que interceder ante la comunidad, cuando las FARC les anunciaron que querían realizar en su pueblo el primer acto de reconocimiento de responsabilidad, por la masacre perpetrada por sus combatientes. Ese acto se realizó en diciembre de 2015.
Con este gran reto, se gestó lo que ahora es el Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá: una gran sombrilla bajo la cual se reúnen todas estas colectividades, y que ahora es la principal interlocutora entre la comunidad y las instituciones estatales, la cooperación internacional y hasta los nuevos grupos armados que hace un par de años han vuelto a transitar, regularmente, por el territorio.
El Comité es, como todo en Bojayá, otra gran familia. Por eso, hoy se reconocen sus rostros, sus luchas individuales y sobre todo, su papel en el árbol de la vida de la historia de Bojayá.
Maria Pascuala fue víctima directa de la masacre, perdió a varias personas de su núcleo familiar y fue a La Habana como representante de otras víctimas como ella.
José de la Cruz Valencia hizo parte de la Asociación de Jóvenes Unidos por Amor al Pueblo, y ahora lidera los procesos de memoria histórica de Bojayá.
Leyner Palacios es abogado y oriundo de Pogue. Ha sido, quizás, la cara más visible del Comité, porque lo ha representado en escenarios nacionales e internacionales. Fue uno de los seis delegados para viajar a La Habana.
Delis Palacios estaba en la iglesia de San Pablo Apóstol cuando cayó la pipeta. Sobrevivió con varias huellas en su cuerpo y hoy es una de las más importantes abanderadas en la defensa de otras personas lesionadas.
A Elizabeth Álvarez todos la conocen como Lucero. Es docente y su mayor interés es la educación de las nuevas generaciones bojayaseñas.
Leoncio Caicedo Córdoba ha vivido en Bellavista toda su vida. Desde muy joven, cuando se empezaba a sentir el conflicto, empezó a involucrarse en espacios de discusión en torno a los retos y peligros del conflicto, y la necesidad inminente de resistir dentro de Bellavista.
Rosita hace parte del grupo de mujeres Guayacán. Era la enfermera del pueblo en el momento de la masacre. Ahora lidera procesos de memoria con otras mujeres, y en cada conmemoración se encarga de resguardar al cristo mutilado y del mantenimiento de la parroquia del viejo pueblo.
Yeya también se ha sumado para representar a los habitantes de Bellavista. En los procesos más recientes del Comité, relacionados con la exhumación y reconocimiento de los cadáveres, está encargada de la logística y acompañamiento a las familias.
Calvo o Herling Perea hizo parte de la Asociación de Jóvenes Unidos por Amor al Pueblo y del Comité Dos de Mayo. También apoya al Comité por los Derechos de las Víctimas en los nuevos procesos de reparación colectiva.
Juan de Dios trabajaba en el Cocomacia (Consejo Comunitario Mayor de la Asociación Campesina Integral del Atrato) antes de hacer parte del Comité. Ahora apoya la logística y los procesos de memoria que se desarrollan en Quibdó, Bellavista, y varios pueblos de la región del Medio Atrato.
Máxima Asprilla es de Pogue. Allí, por más de 10 años fue lideresa y defensora de los derechos de su comunidad. Ahora vive en Bellavista, pero se mantiene activa en el liderazgo en temas culturales y espirituales. Es cantaora del grupo de alabaos de Pogue.
Saulo Enrique Mosquera Palacios es de Pogue. Forma parte de la mesa de víctimas de este consejo comunitario y también del grupo de alabaos de esa población. Trabaja por preservar la cultura y la espiritualidad de su territorio.
Yenmin hacía parte del Comité Dos de Mayo y ahora trabaja de la mano del Comité representando y acompañando a las familias involucradas en el proceso de exhumación.
Rovira se crio en Caimanero, un pueblo sobre el río Bojayá. Empezó a involucrarse en el Comité recientemente, con el proceso de exhumación, por su cercanía a las comunidades de Bellavista y de las cuencas de los ríos.
Yuber es abogado de la Universidad Tecnológica del Chocó y ha participado en encuentros internacionales de derechos humanos. Es de Pogue y se unió al Comité para apoyar varios procesos desde su profesión: la reparación colectiva, las exhumaciones y la representación de la comunidad ante las instituciones.